La noche era oscura,
el viento, gélido. Rodrigo caminaba sin camiseta y sin frío alguno
por un camino de tierra que parecía no acabar nunca. A cada paso,
más dudas, y aun así seguía su senda sin intención de parar.
‘’¿Por qué no puedo ser más racional?’’ Pensaba. Si
caminar no le hacía bien, tal vez fuera momento de abandonar la
tarea y volver a casa. A casa, donde le esperaban María y su padre.
¡Cuánto miedo le tenía a su padre! Prefirió caminar, dudar.
El amor que sentía
hacia quien le criara era inmenso; posiblemente no había querido
nunca a nadie como le quería a él entonces, ni si quiera a su mismo
padre. Fue cuando éste no recordaba siquiera su nombre cuando
nuestro héroe sintió la más pura pasión del amor filial.
Recordaba cada momento, cada risa, cada enseñanza. Se prometía, por
supuesto, no olvidar, no caer como su padre en las redes del maligno.
Además, no sólo era amor lo que sentía, sino que un dolor agudo y
constante invadía su hígado. Pensaba ¿Qué sentirá? Y se
martirizaba sufriendo fuera de toda lógica. A su lado, cerca de la
senda de tierra, una serpiente avanzaba junto a nuestro héroe
siseando cosas horribles. Rodrigo, claro, no podía apartar el ojo de
aquel reptil, ni tan siquiera podía dejar de oír las cosas
horribles que aquel ser decía. Al final, se dio cuenta de que por
culpa de aquella serpiente parlante no era capaz de concentrarse en
el camino.
Abandonando su mente
todo pensamiento vano, entendió el hijo del enfermo qué era aquel
camino. Frente a sí, desde hacía mucho, se erguía aquel hombre de
blanca toga; tras Rodrigo, y tirando de su mano, aquella joven niña
de puro corazón.
-¿Qué haces
aquí? - Preguntó aquel hombre.
-No lo sé.
-Busca respuestas.
- La niña se interpuso entre aquel hombre y Rodrigo.
-Y tú, niña
¿quién eres?
-Yo no soy nadie; como tú.
-Ahh. ¿Estás aquí para ayudar?
-No como tú.
Rodrigo, atónito, no entendía nada. La chiquilla no le soltaba la
mano; el adulto le mantenía, insistente, la mirada. Cuando fue a
hablar nuestro héroe, no pudo.
Primero habló la niña.
-Él quiere a su papá, y su papá siempre le quiso a él. Es un
insulto que estés aquí, pues hay cosas a las que tú jamás
deberías acercarte. Todo es sacrificio y devoción, y Rodrigo sabrá,
sin duda, que el pecado es el pecado, y que el sufrimiento es el
sufrimiento. El debe padecer grandes pesares hasta que su padre, en
mucho tiempo, parta. Sufrirá con su vida, y sufrirá en su muerte
sólo cuando ésta llegue, y a cambio, le será, sin duda, concedido
el reino de los cielos. Sí, habrá pocas vidas más duras, pues
llorará cada mañana y querrá morir en cada anochecer, pero aun
así, se ganará el reino de los cielos. Rodrigo sentirá no poder
sentir lo que su padre, y esto puede volverle loco; Rodrigo llorara
cada día por los recuerdos que sólo él guarda; recordará la
muerte de su madre, y sabrá que nadie queda vivo salvo él que la
recuerde. No podrá, sin duda, vivir su propia vida, pues el
sacrificio es ingente. Una vez su padre muera, si es que muere antes
que él, podrá Rodrigo vivir.
A esto repuso el adulto:
- Tú siempre pides al hombre que llore, sufra y viva, cuando no
encuentro ningún peor castigo que el mundo al que los obligas; tú
le das a los niños enfermedades y pones en mano del hombre asuntos
impuros para ver si pueden evitar caer en la tentación; tú, en tu
insolencia infinita, pides al ser que no sea, sino que viva y que
viva según tus reglas. De no hacerlo, se arriesga, él mismo, a
sufrir conmigo la eternidad eterna. Tú, sin entristecerte, permites
que esto sea. Aquí, ahora, pides a un pobre y sangrante hombre que
haga lo que posiblemente más le atemoriza y presiona. Yo, sin
embargo, vengo a propagar la libertad, la muerte, la justicia.
Mientras tú permites dolor, yo sólo me encargo de mi cometido.
Pides al hombre sufrir y vivir a cambio de no morir, sin ver,
siquiera, que no hay peor desdicha que no morir. Y te crees, en tu
omnipotencia, Dios; déjame que te diga que tantas vidas has
destruido como has creado, y que si de verdad fueras una blanca y
pura niña, nada de estas cosas harías. Deja, maldito, que Rodriga
abandone todo pesar; permítele morir tranquilo, permítele ser, y
sobretodo, permite que venga conmigo. No ha creado el hombre peor
asilo que tu morada, niña sempiterna y cruel.
Ambos miraron fijamente a los ojos de Rodrigo, que acababa de
despertar.
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