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Mostrando entradas de julio, 2017

El roble

En la plaza de un pequeño pueblo a la ladera de un gran río reposa un inmenso roble. Todos los niños se acercaban siempre a jugar con él; se subían en sus robustas ramas y saltaban al suelo desde las más bajas haciendo reír al árbol. Los niños venían siempre, a veces unos, a veces otros; algunos lo trataban como el árbol merecía, y otros, no tanto, y con el paso del tiempo el roble aprendió a reconocerlos, y ya no dejaba subirse a todos niños, sino que se acordaba de los que no lo habían tratado correctamente y no jugaba con ellos. Estos chicos, lejos de sentirse mal por haber maltratado al roble, tramaron una silenciosa y desproporcionada venganza contra el inmóvil árbol, y cuando llegó la noche y todos los demás descansaban, los malvados niños salieron sibilinamente de entre las sombras y rodearon al bueno del roble.    - Pero bueno, ¿qué hacéis aquí? Ya os dije que no jugaría más con vosotros...- El pobre y desdichado árbol encontró como única respuesta los golpes de los ni

Relato: Las tres partes.

Las tres partes. Primera parte: La herida. Él le quería, es más, le quiere; le ama como nunca había amado. No, no podía creérselo... no. Él nunca quiso hacerle daño a su hijo; ¿Cómo iba a intentar tal crueldad? Había criado a ese hombre desde que nació, con cariño y ternura, ¿Cómo iba a pensarse siquiera que alguien pueda albergar tal maldad? Era aquella una familia unida y que se amaban unos a otros; los tres, padres e hijo, conocían el mundo más de lo que las personas suelen hacerlo, e incluso podría decirse que se conocían a ellos mismos... pero lo acontecido aquel día habría de cambiarlo todo. Todo sucedió mientras cenaban; estaban padre, madre e hijo comiendo alrededor de la mesa; el hijo, de ya veintiún años, bien educado en los estudios y mejor preparado para el mundo que muchas personas, estaba fumado, pues solía por aquella época fumarse unos pitillos de cuando en cuando. Ese día en concreto había fumado más de la cuenta, y lo cierto es que sus formas estaban

A Lord Henry

La consciencia: el refugio de los cobardes, decía Henry. ¡Qué hombre tan grande! Era ávido e inteligente como nadie, y nunca supe de otra persona capaz de leer la vida con la facilidad y claridad con la que él lo hacía. Sabía lo que nadie sabe: se conocía a sí mismo y, por extensión, comprendía el mundo entero. Durante muchos años, tal vez demasiados, me pegué a él y saqué provecho de sus enseñanzas; con él, todo se veía completamente distinto pero, sin embargo, mucho más claro y evidente. Sus explicaciones de la vida, a priori incomprensibles e irritantes, no dejaban de causar en mí gran inquietud, y tras meditaciones extenuantes acababa viendo la realidad como decía Henry. Él era sabiduría, experiencia, claridad, felicidad; pero también otras muchas cosas que me resultaría imposible de describir, pues no tengo su grandioso uso de la prosa, pero seguro que todo el que le haya conocido sabe perfectamente de lo que estoy hablando. Tras largas décadas junto a él, finalmente empe

El acantilado

Llevaba ya dos días allí, en el acantilado. Fue un traspié, un triste tropezón lo que llevó a aquel hombre a caer entre la muerte y la locura. No había forma posible de subir o bajar los más de cien metros de escarpada roca que se erguían entre mar y tierra, menos aún con la pierna rota. Allí, en su hogar, en los escarpados acantilados de Moher, por entre las mismas rocas por las que paseaba a su hija, no era imaginable que acabara en aquella situación. Cada día, cada mañana el céltico salía a por madera y vagaba cerca del acantilado. Casi podía hacerlo con los ojos cerrados estando seguro de no caer. No, no era posible que se tropezara. Hubo de ser algún dios inmisericorde quien quiso flagelarlo por solo él sabe qué motivo. Al principio, tras la caída, sintió el dolor de huesos rotos, pero esto apenas duro unos minutos. Fue el miedo lo que le atormentó hasta casi hacerlo enloquecer. Sujeto con una mínima estabilidad a un minúsculo saliente, la vista del irrespetuoso mar, que

No, no fue la locura.

No. No fue la locura lo que me llevo a hacerlo. Tampoco la ira, ni el odio, ni ningún sentimiento. Fueron las voces. Las voces que persistían día tras día hasta que finalmente me rendí a ellas y los maté. Ahora tengo tiempo para pensar. Viajo hacia la obscuridad, hacia la muerte. Las cadenas que tanto tiempo llevo cargando han destrozado ya mis mermados pies y muñecas causando horribles heridas que apenas siento. Por a través de la ventana puedo ver la primavera misma; veo cómo la vida crece, cómo las flores habitan bajo la cálida luz del sol mientras las hojas de los árboles son mecidas por la suave brisa que supongo las acaricia... jamás volveré a sentir nada de esto. Grotesco y cruel es el Dios que me ofrece como última visión del mundo aquello que jamás tendré, aquello que más anhelo; no es dichoso el vivo por estar vivo, ni siente el muerto al estar muerto, mas llora y llora el condenado, que él sí ve que la vida, con sus goces y pesadillas, se acaba y extingue. Cruel y