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Relato: Las tres partes.



Las tres partes.


Primera parte: La herida.
Él le quería, es más, le quiere; le ama como nunca había amado. No, no podía creérselo... no. Él nunca quiso hacerle daño a su hijo; ¿Cómo iba a intentar tal crueldad? Había criado a ese hombre desde que nació, con cariño y ternura, ¿Cómo iba a pensarse siquiera que alguien pueda albergar tal maldad?
Era aquella una familia unida y que se amaban unos a otros; los tres, padres e hijo, conocían el mundo más de lo que las personas suelen hacerlo, e incluso podría decirse que se conocían a ellos mismos... pero lo acontecido aquel día habría de cambiarlo todo.
Todo sucedió mientras cenaban; estaban padre, madre e hijo comiendo alrededor de la mesa; el hijo, de ya veintiún años, bien educado en los estudios y mejor preparado para el mundo que muchas personas, estaba fumado, pues solía por aquella época fumarse unos pitillos de cuando en cuando. Ese día en concreto había fumado más de la cuenta, y lo cierto es que sus formas estaban siendo cuanto menos ofensivas para con  sus padres, que no le habían hecho nada pero de los que no paraba de mofarse.  
Su madre lloraba en silencio por la escena, en la que su hijo, completamente ido por la marihuana, decía y decía cosas hirientes y sin sentido que, por algún motivo, a él parecían hacerle gracia hasta el punto de no notar que su madre lloraba; su padre, mientras tanto, miraba al suelo dejando aumentar la rabia contenida desde hacía ya rato... él nunca había pegado a su hijo, pero allí sentado, sin poder dejar de oír las sandeces que este decía, terminó por darle una fuerte y más que merecida colleja con todas sus fuerzas, pero ¡Ay!, el joven tenía los ojos cerrados y la cabeza suelta, de forma que recibió el golpe sin esperarlo; su cara fue a dar al plato de ensalada que tenía delante, en el cual estaba posado el afilado tenedor, ¡Ay!, primero se clavo el tenedor en el ojo y, llevado por la impresión del momento, hizo un movimiento extraño con todo su cuerpo haciendo saltar el cubierto... con el ojo clavado en él. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! En ese instante, el chaval apenas sentía dolor; es más, no notaba dolor alguno salvo el de la colleja. El pobre herido levantó tímidamente la cabeza tras ver su ensalada rociada de lo que parecía sangre y... cuando vio su ojo, se tocó inocentemente la herida y quedó absorto mirando la pared; su padre, mientras tanto, no hablaba, no se movía, solo temblaba; miraba a su hijo mutilado y cuando intentó hablar la sequedad de la garganta se lo impidió, como si de una mala pesadilla se tratase; la madre reaccionó llorando más fuerte y haciendo mucho ruido, pero padre e hijo apenas podían oírla.
Mutilado y herido se levantó el hombre, que fue hacia la puerta apartando a su padre con la mano cuando él, indeciso y confuso, trató de ir en su ayuda. Cruzó la puerta sin más, sin decir adiós, sin dar un portazo siquiera; se fue sin despedirse, pues no sintió que hubiera nadie de quien hacerlo, solo fantasmas antiguos y olvidados.
Mientras iba al hospital solo, recibió una llamada de su padre y tiró el móvil a la basura. A mitad de camino un policía nacional le auxilió al verlo –No sin antes asustarse- y lo llevó al hospital más cercano. Allí le cosieron, vendaron y curaron lo mejor que pudieron, y salió a la calle drogado, con un solo ojo y con los sentimientos totalmente aplastados. Ya apenas sentía nada, ni siquiera odio o enfado, solo soledad. No volvió a su casa, no; vagó por su ciudad, quedando una noche en casa de un amigo, otra en casa de otro, mientras se dedicaba a delinquir y a ganar todo el dinero que podía. Por otra parte, nunca dejó de estudiar ni volvió a contactar con su antigua familia.
Los padres, hundidos por lo acontecido, nunca cejaron en su empeño por encontrar a su hijo, de quien no obtenían siquiera una carta que dijera que estaba vivo. Supieron por la policía –El día en que el padre fue a entregarse por su terrible crimen- que su hijo había ido al hospital y que allí le habían tratado hasta darle el alta; que su hijo no les denunció, sino que aseguró haberse hecho él solo la terrible herida dando un cabezazo al plato en un momento de enajenación; y que había sido detenido hacia no mucho, pero que no había cargos contra él y que estaba, por lo menos, sano y salvo.
Tras todo esto, ni siquiera el padre sabe ya cuanto ha pasado desde la última vez que vio a su hijo, y solo la esperanza de poder volver a verle le priva del alivio del suicidio.
 



Segunda parte: el choque.


Triste y amarga ha sido la vida de los padres desde los terribles acontecimientos. Ya casi ancianos, siguen sin saber nada de su hijo; no saben si sigue en su ciudad, ni a qué se dedica, ni cómo vive, ni si es feliz... ni siquiera saben si sigue vivo.
El martirio mental y espiritual al que se sometió y se somete el padre no puede decirse con palabras, así que no trataré de hacerlo; el sufrimiento que acosó a la madre desde que dejó de ver y tocar a su hijo tampoco es descriptible, o al menos no tengo yo las palabras para describirlo. Siguieron los dos viviendo solo a causa de la esperanza de volver a estar con su hijo, de ser perdonados por él... la madre ni siquiera le había hecho nada, pero a su hijo le dio igual... no, no le dio igual... bueno, la madre no lo sabe, solo sospecha o imagina.
El hijo, ya hombre, vivió como pudo hasta terminar los estudios y ahora trabaja feliz de arquitecto, como siempre soñó. Apenas recuerda a sus padres, pues aun habiendo vivido mucho tiempo con ellos, su mente había borrado o ocultado hasta el último resquicio de ellos; no recuerda ya sus rostros, ni el tono de sus voces; no recuerda ya el tacto de sus manos o el sentir de sus palabras... la única terrible y brutal memoria que conserva de sus progenitores es la que le trae a la mente el horroroso agujero que marca su rostro.


Todo ocurrió como el brutal accidente, espontanea y casualmente. El padre andaba por la calle, absorto en un periódico deportivo recién comprado, cuando de pronto notó un fuerte golpe en el hombro que casi lo derrumba; el periódico se le cayó a un charco, y la ira subió por todo su ser. Se dio la vuelta y profirió un grito, y en respuesta el robusto hombre que casi lo hace caer solo giro el cuello un poco, lo suficiente para mirar a los ojos al casi anciano que le gritaba. Cuando vio el parche, el padre apenas comprendió; quedó como en el momento del accidente, con la mente nublada y la cabeza espesa. El hijo ni siquiera le habló, ni siquiera le vio realmente; simplemente siguió su camino como si se hubiera chocado con cualquier otra persona. El padre, por su parte, quedó paralizado quizá medio minuto y luego se tiro al suelo a llorar.

 ¡Ay!¡Con qué facilidad pueden los más fuertes lazos romperse en tantos pedazos! ¡Ay! ¡¿Qué dios rudo y despiadado puede dejar tanto daño?!   ¿¡Cómo puede el amor tornarse en odio, ahora tan lento, tan despacio; ahora tan desatado!?




Parte tres: El adiós.


Cuantas veces habían conseguido sus padres contactar con él sin conocimiento no lo sabe ni el hijo. ¿Cuántas cartas había quemado ya? ¿Cuántas veces había cambiado ya el número de teléfono? Incontables. En cualquier caso, ahora no podía faltar, no; a esta carta hubo de responder, hubo de contestarla; ahora debía ir, si no, nunca se lo perdonaría a sí mismo. No. Esto no era justo.
Se sentía tan culpable... tan vacío... no se sentía así desde que perdió el ojo y a su familia; su sufrimiento era, como lo fue un día el de su padre, indecible. El curso de la vida había vuelto a hundirlo en las más negras aguas para hacerlo salir más roto, menos él.
El camino hasta la iglesia fue insoportable, no ya por el calor sofocante o la falta de alimentación en días, sino por las torturas internas que sufría el hijo por cada paso que daba hacía su antigua familia.
Llegó tarde; ni siquiera él se esperaba llegar tarde hasta que no entró en la iglesia y vio que todo estaba ya en marcha; el ataúd reposaba a la izquierda del sacerdote, quien se dio cuenta de la aparición del hijo pero hizo como si nada. Tras unos segundos paralizado mirando el ataúd, el ya hombre se sentó sin llamar la atención en los bancos más alejados del altar. Desde allí, vio el precioso funeral que habían dispuesto para su padre.
Estuvo con su madre, con quien se reconcilió y a quien volvió a querer como antes; ella intentó que su hijo se mantuviera cuerdo y que quisiera vivir, porque él no quería; ¿Cómo iba a alguien querer vivir sabiendo ser el motivo del suicidio de su padre?

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