En la plaza de un pequeño pueblo a la ladera de un gran río reposa un
inmenso roble. Todos los niños se acercaban siempre a jugar con él; se subían en
sus robustas ramas y saltaban al suelo desde las más bajas haciendo reír al árbol.
Los niños venían siempre, a veces unos, a veces otros; algunos lo trataban como
el árbol merecía, y otros, no tanto, y con el paso del tiempo el roble aprendió
a reconocerlos, y ya no dejaba subirse a todos niños, sino que se acordaba de
los que no lo habían tratado correctamente y no jugaba con ellos.
Estos chicos, lejos de sentirse mal por haber maltratado al roble,
tramaron una silenciosa y desproporcionada venganza contra el inmóvil árbol, y cuando
llegó la noche y todos los demás descansaban, los malvados niños salieron
sibilinamente de entre las sombras y rodearon al bueno del roble.
- Pero bueno, ¿qué hacéis aquí? Ya os dije que no jugaría más con vosotros...- El pobre y
desdichado árbol encontró como única respuesta los golpes de los niños, quienes
habían traído pequeñas hachas y cuerdas e intentaban hacer daño al árbol. Sin
embargo, el roble era demasiado fuerte, y sus raíces descansaban profundas en
el suelo, así que los esfuerzos de los débiles y pequeños niños fueron en vano,
y apenas consiguieron hacer al roble notar algo.
La vida siguió, y los niños se hicieron primero hombres, luego ancianos,
y finalmente fiambres, mas el roble seguía allí, aún joven; siempre amado por
muchos, siempre odiado por unos pocos. Aquel ser viviente vio con sus ojos y
notó con su tacto el paso de muchas generaciones, y cuando ya era viejo, cuando
ya había visto a tantas personas que apenas recordaba a los primero niños que
le intentaron hacer daño, se dio cuenta de que, en realidad, la noche anterior
había sufrido exactamente los mismos ataques que hacía casi mil años; de que el
humano es siempre el mismo, incluso cuando niño, y que por mucho tiempo que haya pasado, en el mundo
siempre habrá buenas y malas personas. ¿Por qué? Se preguntó el ya anciano
roble. ¿Qué decide si alguien crece como una buena persona o no?
Meditando sobre estas cuestiones, el roble pasó largo tiempo sin apenas jugar
con los niños de la plaza y sólo dando importancia a sus pensamientos. Esto
hizo a los chicos entristecerse primero y enfadarse después, pues estaban
acostumbrados a estar siempre con el gigantesco árbol, tanto ellos como sus
padres, así que ninguno entendió por qué éste se comportaba como se
comportaba.
Al principio de su ensimismamiento, los jóvenes optaron por alejarse de
él y dejarlo solo. Esto lo agradeció el roble, que se vio sin compañía por primera vez
en mucho tiempo y pudo pensar. Las semanas pasaron, y el gigantesco árbol seguía
sin llegar a ninguna conclusión, y esto lo entristeció. Se dio cuenta entonces
de que no tenía ya con quién hablar o compartir sus penas, y esto lo
ensombreció y enojó.
Fue en esta época, en las últimas décadas de su vida, cuando el duro, anciano, robusto y sabio roble entendió que los humanos son, en su mayoría, seres aprovechados,
odiosos y vengativos; durante dos generaciones, apenas ningún joven se le
acercaba, pues toda una generación de hombres lo aborreció y, no contenta con
no acercarse ellos al árbol, educaron a sus hijos para que tampoco lo hicieran.
La soledad y el pesar experimentados por el ahora solitario roble fueron
indescriptibles, y solo él sabe cuánto sufrió en aquella obscuridad.
Un día, habiendo ya casi olvidado el sonido de su propia voz, se asombró
el roble al ver a un niñito que lo miraba desde cerca, con los ojos muy
abiertos y el dedo gordo de la mano derecha en la boca.
-¿Qué pasa, niño? ¿No sabes que
ya nadie se acerca a mí?- El niño se quedó mirándolo como única respuesta,
hasta que, tras un largo silencio, sonrió y corrió hacia el roble, y pasó con el árbol toda su infancia. Tras él, sus hermanos primeros, sus
amigos después y, por último, sus hijos, volvieron con el árbol y estuvieron
siempre acompañándolo.
Ahora, mucho tiempo después y ya en los momentos inmediatos a la muerte,
parece creer saber lo que es el ser humano; dice, el sabio anciano, que no es
la bondad ni la maldad aquello que hace hacer a los hombres, sino que es la
costumbre, la inercia de lo que se hace, lo que lleva a las personas a ser como
son y a vivir como viven; sólo una vez cada mucho tiempo nace alguien, un
sujeto inexplicable e incoherentemente distinto, que parte la rutina y sirve a
su entorno como punto de inflexión, no para cambiar sustancialmente al ser
humano, pero sí para sustituir por completo una rutina por otra, una forma de
vida por otra. A este genio el mundo lo llama de muchas formas, pero solo otros
genios saben llamarlo genio.
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