Llevaba ya dos días allí, en el acantilado. Fue un traspié,
un triste tropezón lo que llevó a aquel hombre a caer entre la muerte y la
locura. No había forma posible de subir o bajar los más de cien metros de
escarpada roca que se erguían entre mar y tierra, menos aún con la pierna rota.
Allí, en su hogar, en los escarpados acantilados de Moher, por
entre las mismas rocas por las que paseaba a su hija, no era imaginable que
acabara en aquella situación. Cada día, cada mañana el céltico salía a por
madera y vagaba cerca del acantilado. Casi podía hacerlo con los ojos cerrados estando
seguro de no caer. No, no era posible que se tropezara. Hubo de ser algún dios
inmisericorde quien quiso flagelarlo por solo él sabe qué motivo.
Al principio, tras la caída, sintió el dolor de huesos
rotos, pero esto apenas duro unos minutos. Fue el miedo lo que le atormentó
hasta casi hacerlo enloquecer. Sujeto con una mínima estabilidad a un minúsculo
saliente, la vista del irrespetuoso mar, que golpeaba con furia las rocas, enmudecía
al nativo; nunca había sentido tal sentimiento al inclinarse en la cima del
acantilado, pero ahora casi podía notar como la pared de piedra temblaba bajo
el azote del mar, aunque esto no fuera posible. El viento, el mismo viento que
desde la seguridad de un suelo dejaba que le acariciara apenas a un paso del
abismo, le era ahora fuente de horror y pesar, pues el más leve soplo le hacía
sentir la fragilidad en la que estaba sumido.
Tras horas enmudecido por el miedo, este se fue diluyendo
poco a poco, despacio pero inexorablemente, y una vez se hubo ido, el atrapado
pensó en su mujer, en su hija y en sus vidas. ¿Qué haría ellas ahora? Pensarían
que las había abandonado. Sin él, morirían de hambre antes de que acabara el
invierno. No. Tenía que salir de allí. Mientras el sol se mantuvo por sobre las
nubes, sus penosos gritos de auxilio persistieron y persistieron. Entonces
llegó la noche y, con ella, el frío.
No pudo dormir. ¿Cuántas horas llevaba ya allí? El frío lo
hacía temblar, y el temblor lo hacía pensar en la caída. Cada vez que
estornudaba o se contorsionaba asía con fuerza el arbusto que salía por entre
las rocas cerca de su pequeño saliente.
Tras una noche sin luna, obscura, de no dormir, de martirio;
tras una noche como nunca sufrió ningún celta, la sed y el hambre empezaron a
ser mencionable. Ya sin voz ni fuerzas para seguir gritando, se quedó mirando
mar adentro, al horizonte. Pasaron así las horas hasta que la idea del suicidio
pasó por su mente por primera vez de forma efímera. Aun pensando que era lo
mejor, descartó hacerlo. Al menos por el momento. Tras otras cuantas horas, con
el sol ya sobre su cabeza, el hambre y ,sobretodo, la sed, se hicieron su
principal sufrimiento. Le ardía la garganta y le rugía el estomago, pero por
suerte o desgracia al cabo de un rato se olvidó de sus necesidades biológicas y
volvió a la idea, con mucha más fuerza, de lanzarse a las rocas. En menos de lo
imaginable, se decidió por completo a saltar. Sin mirar abajo. Simplemente era
un salto. Pero no lo dio; se quedó mirando el vacio durante una larga hora,
convencido de que iba a tirarse, hasta que finalmente comprendió que no podía.
Entonces volvió a llorar.
Ahora, tras una noche aún más larga y pesada que la
anterior, no mueve un músculo de su
cuerpo. Casi parece muerto; solo el rugido de su estómago los desvela vivo.
Tras horas inerte, comienza un pesado movimiento con la mano izquierda, apoya
las manos en la pared y, justo cuando parece que va a saltar, unas piedras se
desprenden cerca suya y las oye caer, poco a poco, chocando y chocando con la
pared y produciendo un sonido más y más tenue hasta caer al suelo. El hombre
parece sonreír por primera vez desde la caída. Comprende que su destino es el
de la piedra desprendida: golpear y golpear la pared con su cuerpo hasta que,
desmembrado, llegara la muerte. Se pregunta qué es la vida, qué es vivir. ¿Qué
ocurrirá al llegar al suelo? El salto ya
no parece ni doloroso ni evitable, pero de repente aparece de nuevo la
imagen de su mujer en su mente. La sonrisa persiste, ahora acompañadas de
agridulces lágrimas. Parece que ya está soltándose, que va separándose de la
pared poco a poco, milímetro a milímetro. Ya casi se sostiene solo con los
brazos. -¿¿¡¡Padre!!??- Oye del cielo. Al alzar con sus últimas fuerzas la cabeza
y ver a su hija chupándose el dedo, el hombre ríe y mira al frente. Por primera
vez, no desde la caída, sino desde siempre, contempla el hermosísimo paisaje
que hay frente a él.
- ¡¡¡MÁMAAAAAAAAAA!!¡ Una cuerda, papá está
aquí!
Me gusta mucho la parte en la que el hombre mira al frente y ve el bonito paisaje, que siempre estuvo ahí pero que nunca miró de aquella forma 👌
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