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Las Desgracias de Rodrigo. Cap. 3


El día transcurrió como cualquier otro, y apenas ocurrió nada salvo el trabajo. Podría casi decirse que Rodrigo no salía de casa para vivir, sino más bien para sobrevivir. Trabajaba, se alimentaba como podía, descansaba cuando no le quedaban fuerzas y volvía siempre maltrecho y de ánimo bajo a casa. La dura vida de campo había endurecido sin duda tanto su persona como su personalidad, y el sufrimiento del trabajo apenas le causaba pesar interior. Tampoco la escasez de comida o lo pobre de ésta le dolía en demasía, pues estaba ya acostumbrado a ello. Sin embargo, aquel día sí sufrió cada perrería del destino, cada falta de privilegio y cada obligación como nunca las había sufrido. El sol incansable, la dura y sucia tierra, el dolor de los músculos contraídos… sintió tal vez por primera vez cada uno de los dolores que siempre le habían acompañado.
No habló demasiado con nadie, sino que más bien se mantuvo a cierta distancia de los demás y cerca de sí mismo y de sus verdaderos problemas. No eran las gotas de sudor que surcaban su rostro lo que en verdad le causaba repugnancia al sol y al trabajo, sino que era aquello en lo que pensaba mientras se estremecía bajo Apolo lo que lo convertía en tan terrible experiencia; no era la sangre de sus manos lo que le producía el tan vivo escozor que sentía, sino el pensar en su padre.
Como si estuviera soñando y el tiempo pasara de forma irreal, apenas se dio cuenta de que era la hora de volver a casa. El sol se había ocultado tras las montañas sin apenas notarlo nuestro héroe, que marchó al hogar cabizbajo y pensativo. Tal vez estaba tan preocupado que no se dio cuenta de que Demóstenes, un pobre diablo que apenas trabajaba para comer, andaba junto a él.
- ¿Y cuáles son esas cuitas que te tienen tan ensimismado?- Le preguntó de pronto.
- ¿Eh? - Rodrigo ciertamente no había escuchado la pregunta. Tal vez la había oído, como tal vez había visto de reojo a Demóstenes sin darse cuenta de su presencia.
- Digo que por qué estás así.
- Ah. Es por mi padre. Está mal. Chochea.
- Vaya. ¿Qué le pasa?
-No me reconoce, no habla, no come, no duerme.. ha olvidado todo. Apenas puede ir sólo a mear.
-Vaya. ¿Y qué vas a hacer?
-Pues cuidarlo, claro.
-¿Por qué?
- ¿Cómo que ‘por qué’? Pues porque es mi padre, y él me cuidó a mí, y lo quiero. Y él también me quería mientras me recordaba.
-Ya.
- ¿Tú no lo cuidarías?
- Bueno,  yo, si tuviera que estar donde tu padre, preferiría que me dejaran morir. No sé. - Al oír estas palabras, Rodrigo dejó de andar y se paró en seco mirando a los ojos a Demóstenes. -Piénsalo detenidamente. Si fuera yo quien ha perdido la memoria y los recuerdos de todo cuanto amaba y a quien amaba, y no pudiera valerme por mí mismo, y no supiera mi nombre, ni el de mi hijo ¿Para que iba a cuidarme nadie? Yo, en mi demencia, no podría querer quitarme la vida, pero sé que ahora, estando cuerdo, no querría vivir así, sino que más bien podría venir alguien que me ame y matarme, pues así huiría de un destino horrible para enfrentarme a uno desconocido. Porque ¿qué es la muerte? No sé qué es morir, pero sí sé que es olvidar. Sin duda, yo querría que me mataras.
-Eso no tiene ningún sentido.
- Y sin embargo ¡Es tan profundo y sentido! ¿Por qué iba a querer vivir tu padre? Es más, no puede querer vivir, como no puede querer morir. No te digo ya que le librarías de muchos males quitándole la vida, sino que, además, no puede tener miedo de que esto pase o rechazo ante la idea. Y bueno, tu padre, mientras viva, no te dejará vivir. Sí, al morir éste tú sufrirás, pero la pena pasará y volverás a ser tú mismo. Sin embargo, si lo mantienes y cuidas, y cada noche vuelves a él, y cada mañana vuelves a él, quedarás maldito y nunca, nunca serás feliz. Él es ahora mismo una maldición para sí y para ti, y ninguno será ya en este mundo mientras él siga aquí. Para uno no queda esperanza salvo la muerte, para el otro ninguna salvo la liberación.

Demóstenes marchó y dejó sólo a nuestro héroe. Tal vez sí sea justo dejarle sólo, que vaya a casa y esté con quien le criara. Nosotros, por nuestra parte, seguiremos a Demóstenes y hablaremos de este nuevo e interesante personaje.

Tal vez lo primero que pensaba uno al ver a este hombre era que tenía muchos, muchos años. Rodrigo nunca había visto a nadie tan anciano. Sin duda y sin explicación, Demóstenes había leído. Había leído mucho. Su forma era impecable; su interior, diferente. Nadie iba a encontrarse a nadie como Demóstenes. No era su vida, en verdad, algo meritorio de ser mencionado; ni siquiera el mismo Demóstenes sabía quién era, pero sí se conocía hasta el punto de conocer al prójimo incluso mejor que él mismo.
Vivía solo en una pequeña chabola abandonada. Trabajaba menos de lo que debía, y muchos se preguntaban cómo seguía aún vivo. No tenía esposa, ni hijos, y nadie conocía a su padre. En realidad, nadie sabía nada de este interesante y distinto campesino. La mayoría pensaba que estaba loco, pero en realidad no lo estaba.
Tenía Demóstenes, fuera de toda lógica, conocimientos de ciencias y otras materias que no debería haber conocido. Sus cultivos eran, con menos trabajo, más fecundos; su rostro, más simbólico. No era uno de eso personajes planos que tanto entusiasmaban al pueblo con su sinceridad o engaño; con su beldad o maldad; con su simpatía o apatía; no. Era él mucho más. Tanto, que apenas nos atrevemos aquí a seguir hablando de él, y dejaremos su persona para más adelante, para cuando sus propios actos permitan mejor su explicación.
Diremos, en cualquier caso, que no debe el lector temer un anacronismo; el anacronismo es algo bello e irreal que debe ser abrazado.

Volvamos con Rodrigo. Su mente estaba rota por los pensamientos que la bombardeaban; su corazón apenas latía. Sentía el lecho más duro que nunca, y aún le escocían las manos por el trabajo de aquel día. Jamás pasaría, pensaba, una jornada tan dura como esta.

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