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Capítulo 2 - Las desgracias de Rodrigo.


El mundo, la vida y el humano son sin duda caprichosos, leves, vanos. ¿Quién de entre los hombres podría adivinar el mayor deseo de Rodrigo, siendo este el olvido? El olvido lo había llevado al abismo en el que se encontraba; el olvido le había roto a él y oscurecido su mente, y aun así deseaba, con toda su fuerza, olvidar. Olvidar que su padre no sabía siquiera quién era, y olvidar que sin duda jamás volvería a abrazarlo; olvidar su llanto de temor cuando su retoño lo acostaba, y olvidar cuánto flagelo el olvido le había causado. De hecho, en lo que a nuestro héroe respecta, no hay otra vía, otra forma para salvarse. Si quería ser mínimamente feliz a lo largo de su vida, tendría que olvidar igual que su padre.
En un principio apenas se dio cuenta del oxímoron al que se enfrentaba, pero conforme, tumbado en la cama, el ignoto y doliente hijo iba meditando los acontecimientos, comprendió que sin duda era olvidar la causa y la única esperanza, y esto lo perturbaba, porque no debía olvidar que su padre no sabía su nombre, sino que debía apartar de su mente todo recuerdo de quien más le quiso sólo por poder vivir en paz. Unos retortijones hicieron a nuestro héroe retorcerse y salir, indispuesto, a hacer de vientre.
Despejado y sin ningún sueño, mientras salía de la casa a que le diera el gélido aire de la madrugada, se topó con su padre, que de espaldas a su hijo contemplaba absorto el negro cielo.
- ¿Qué hace, padre?
- Contemplo el cielo, hijo mío.
Rodrigo andaba hacia su padre con intención de llevarlo de nuevo al lecho, pero ante el vocativo usado, el joven campesino quedó petrificado.
-¿Impresionado? Es natural, pues pensabas que jamás volverías a escuchar esas palabras.
-¿Qué está pasando, padre?
- Que pierdo la memoria ¿No es evidente? Pierdo la memoria, pero hijo, debes saber que te quiero, y aunque no te recuerde, eres lo más bello que jamás…
- ¡No! Ahora me está recordando ¿No es cierto? ¿Por qué iba a dejar de hacerlo? Usted es mi padre, ha pasado toda la vida conmigo...- El torrente de emociones que asaltaron el corazón de nuestro héroe eran más grandes que el Simunte, que tanto escudo arrastra.
-Ahora, hijo, es de noche. Siempre te recordaré por las noches, pues ningún padre puede dejar de hacer esto. Tú debes venir a verme siempre que quieras, que yo estaré aquí, esperando.- Rodrigo temblaba al no poder contener sus emociones.- Tú eres mi hijo, y aunque Dios o el tiempo me arrebaten tu recuerdo, tú debes saber que te amo, que siempre te he amado, y que te amaré. Eres mi hijo, mi único hijo, que la vana realidad no te engañe; eso jamás cambiará. Recuerdo ahora, gracias a la luna, cómo te he tenido en mis brazos cuando aún no podías hablar, y cómo te incitaba, con gracia y cariño, a decir tus primeras palabras. Recuerdo cómo te crié y cómo creciste. Cada día eras más grande, y más frágil… al menos para mí. Eras mi vida, hijo, y aunque algún diablo nos ataque, piensa que siempre te querré.
Rodrigo lloraba a pleno pulmón, con la cara roja y casi gritando. Le estaba dando un ataque de pánico. Todo lo que había oído causó un desorden emocional innombrable en él, y no sabía qué sentir. Todo lo que su padre dijo era bello, amoroso y gentil, pero no había producido sino alboroto, pues por una parte algo le decía a Rodrigo que no había nada real, que su padre no volvería a tener otro momento de lucidez, y que recordaría este para siempre, con pena y melancolía, y por otro lado creía que todo lo concerniente a la memoria de su padre había sido una horrible pesadilla que estaba a punto de terminar, y que su padre estaba bien, le quería y querría siempre, y que cuando se levantara lo abrazaría y recordaría. En el fondo de su alma, sin embargo, se sentía simplemente solo y confuso.
Abrazó entonces a su padre y quedó asido a él durante largo tiempo, llorando en su pecho y sintiendo la agradable y cálida caricia de su progenitor, pero esto tampoco le hizo sentir feliz, sino sólo desesperanzado ante la idea de no volver a sentir de nuevo esos brazos. Como el infante que en guerra ve herido a su padre y se acerca y escucha sus últimas palabras, que son de amor a su hijo, y no siente sino pena al saber que no volverá a oír estas palabras ni esa voz, así se sentía nuestro héroe.
Pasearon luego sin parar por todo el campo, sin pronunciar palabra, como si fueran uno sólo, y entonces sí se sintió más liviano. La luna iluminaba tenuemente la senda, mientras las estrellas, los árboles y el mismo camino de tierra convertían el paseo en un dantesco viaje por los cielos. El olor era agradable, el sonido musical, y el viento alegre y bello. Rodrigo vio a su padre girarse, sonreír, y decir: ‘Te quiero’. Entonces, despertó.
Llegó tambaleándose hasta el comedor, y allí encontró a su senil padre, sentado frente a la mesa observando la pared.

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