El mundo, la vida y el humano son sin duda caprichosos, leves, vanos.
¿Quién de entre los hombres podría adivinar el mayor deseo de
Rodrigo, siendo este el olvido? El olvido lo había llevado al abismo
en el que se encontraba; el olvido le había roto a él y oscurecido
su mente, y aun así deseaba, con toda su fuerza, olvidar. Olvidar
que su padre no sabía siquiera quién era, y olvidar que sin duda
jamás volvería a abrazarlo; olvidar su llanto de temor cuando su
retoño lo acostaba, y olvidar cuánto flagelo el olvido le había
causado. De hecho, en lo que a nuestro héroe respecta, no hay otra
vía, otra forma para salvarse. Si quería ser mínimamente feliz a
lo largo de su vida, tendría que olvidar igual que su padre.
En un principio apenas se dio cuenta del oxímoron al que se
enfrentaba, pero conforme, tumbado en la cama, el ignoto y doliente
hijo iba meditando los acontecimientos, comprendió que sin duda era
olvidar la causa y la única esperanza, y esto lo perturbaba, porque
no debía olvidar que su padre no sabía su nombre, sino que debía
apartar de su mente todo recuerdo de quien más le quiso sólo por
poder vivir en paz. Unos retortijones hicieron a nuestro héroe
retorcerse y salir, indispuesto, a hacer de vientre.
Despejado y sin ningún sueño, mientras salía de la casa a que le
diera el gélido aire de la madrugada, se topó con su padre, que de
espaldas a su hijo contemplaba absorto el negro cielo.
- ¿Qué hace, padre?
- Contemplo el cielo, hijo mío.
Rodrigo andaba hacia su padre con intención de llevarlo de nuevo al
lecho, pero ante el vocativo usado, el joven campesino quedó
petrificado.
-¿Impresionado? Es natural, pues pensabas que jamás volverías a
escuchar esas palabras.
-¿Qué está pasando, padre?
- Que pierdo la memoria ¿No es evidente? Pierdo la memoria, pero
hijo, debes saber que te quiero, y aunque no te recuerde, eres lo más
bello que jamás…
- ¡No! Ahora me está recordando ¿No es cierto? ¿Por qué iba a
dejar de hacerlo? Usted es mi padre, ha pasado toda la vida
conmigo...- El torrente de emociones que asaltaron el corazón de
nuestro héroe eran más grandes que el Simunte, que tanto escudo
arrastra.
-Ahora,
hijo, es de noche. Siempre te recordaré por las noches, pues ningún
padre puede dejar de hacer esto. Tú debes venir a verme siempre que
quieras, que yo estaré aquí, esperando.- Rodrigo temblaba al no
poder contener sus emociones.- Tú eres mi hijo, y aunque Dios o el
tiempo me arrebaten tu recuerdo, tú debes saber que te amo, que
siempre te he amado, y que te amaré. Eres mi hijo, mi único hijo,
que la
vana realidad no te engañe; eso jamás cambiará. Recuerdo
ahora, gracias a la luna, cómo te he tenido en mis brazos cuando aún
no podías hablar, y cómo te incitaba, con gracia y cariño, a decir
tus primeras palabras. Recuerdo cómo te crié y cómo creciste.
Cada día eras más grande, y más frágil… al menos para mí. Eras
mi vida, hijo, y aunque algún diablo nos ataque, piensa que siempre
te querré.
Rodrigo
lloraba a pleno pulmón, con la cara roja y casi gritando. Le estaba
dando un ataque de pánico. Todo lo que había oído causó un
desorden emocional innombrable en él, y no sabía qué sentir. Todo
lo que su padre dijo era bello, amoroso y gentil, pero no había
producido sino alboroto, pues por una parte algo le decía a Rodrigo
que no había nada real,
que su padre no volvería a tener otro momento de lucidez, y que
recordaría este para siempre, con pena y melancolía, y
por otro lado creía que
todo lo concerniente a la memoria de su padre había sido una
horrible pesadilla que estaba a punto de terminar, y que su padre
estaba bien, le quería y querría siempre, y que cuando se levantara
lo abrazaría y recordaría. En el fondo de su alma, sin embargo, se
sentía simplemente solo y confuso.
Abrazó
entonces a su padre y quedó asido a él durante largo tiempo,
llorando en su pecho y sintiendo la agradable y cálida caricia de su
progenitor, pero esto tampoco le hizo sentir feliz, sino sólo
desesperanzado ante la idea de no volver a sentir de nuevo esos
brazos. Como el infante que en guerra ve herido a su padre y se
acerca y escucha sus últimas palabras, que son de amor a su hijo, y
no siente sino pena al
saber que no volverá a
oír estas palabras ni esa voz, así se sentía nuestro héroe.
Pasearon
luego sin parar por todo el campo, sin pronunciar palabra, como si
fueran uno sólo, y entonces sí se sintió más liviano. La luna
iluminaba tenuemente la senda, mientras las estrellas, los árboles y
el mismo camino de tierra convertían el paseo en un dantesco viaje por los
cielos. El olor era agradable, el sonido musical, y el viento alegre
y bello. Rodrigo vio a su padre girarse, sonreír, y decir: ‘Te
quiero’. Entonces, despertó.
Llegó
tambaleándose hasta el comedor, y allí encontró a su senil padre,
sentado frente a la mesa observando la pared.
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