La valiente muchacha
estaba allí, frente al pulegium, pensando. No le importaba el hecho
de la violación, pues en realidad ni era la primera vez ni sería la
última; es la maldición de la esclava. En cualquier caso, eso le
daba igual. ¿Qué importaba la procedencia? El problema era que si
paría, su hijo pasaría inmediatamente a ser posesión de su amo, y
esto la enloquecía. No quería traer un hijo al mundo que, llevando
su propia sangre, hubiera de servir al hombre que la agredía física
y sexualmente.
Tampoco era la idea
de pasarse con la dosis y morir lo que le impedía alzar el té y
tomarlo; esto tampoco le parecía demasiado relevante. Es más, así
podría reencontrarse con sus padres, y con su hermano, y con todo
su pueblo. Intoxicarse gravemente y quedar enferma, débil e inútil
tampoco era lo que frenaba su mano.
Lo que frenaba su
mano era que ella quería ver al niño; quería sostenerlo en sus brazos y
besarlo; quería verlo crecer, y oírle hablar, y
enseñarle cosas; quería quererlo, y que él la quisiera. Quería,
de hecho, a un hijo varón, no por que siguiera su linaje o heredara
la nada que ella poseía, sino porque anhelaba enseñarle todo cuanto
todo hombre debe saber: quería mostrarle cómo es el mundo, y cómo
conquistar a una mujer, y cómo ser bueno; ella quería hacerle reír,
y quería ver si estaba gracioso mientras lloraba, como les suele
ocurrir a los niños pequeños; ella quería ver cómo era superada en fuerza, estatura y peso. Ella quería amar a su hijo.
Tanto tiempo llevaba
ya frente al té, que no recordaba cuánto. Su mirada, férrea y dura
como ningún hombre podría tener, caía pesadamente sobre el
fragante vaso, y sus manos, firmes y tranquilas, reposaban sin
temblar en sus rodillas. Si Afrodita, o hasta Artemisa, la hubieran
visto, habrían elogiado, temido y envidiado la inconmensurable
valentía y fuerza de la esclava, y creo que no se habrían atrevido
a importunarla.
Varios esclavos del
amo y algunos soldados partieron de pronto la puerta y entraron a
empellones en la sala. Ella, sabedora de haber sido traicionada por
la única persona que sabía lo que acontecía, meditó sin ponerse
nerviosa sus opciones. La decisión le era arrebata ante sus narices,
y sólo encontró una forma de evitarlo. Con un puñal robado y
oculto segó su vida. Sus últimos pensamientos no fueron para el
hombre que decía amarla y que la había traicionado, sino para su
hijo nonato.
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