He de avisar a
todos, para empezar, que desde aquí el relato pierde la gracia.
Expulsado de la casa
por mis impulsos naturales, fui a buscar mejor suerte en la dura
calle. Yo, como es de imaginar, conocía a muchos golfos, y fue a
ellos a quienes acudí en primer lugar. Pasé, por lo menos, varios
años con ellos. Al principio, me parecieron gente un poco simple, y
basta, y tonta, como yo, así que me sentí hasta mejor que en casa.
Mi mejor amigo, el
Tronko, era bueno, grande, gordo y pesado; sus habilidades eran
innumerables, y grotescos sus fallos. Si bien no tenía dinero, se
las apañaba bien robando y delinquiendo; casi siempre tenía para
comer, y nunca le faltaba para convidar. Era, sin duda, una gran
amistad.
Por él conocí al
Negro, muchacho fuerte de gimnasio, grande, jugador y, como todos,
gran bebedor. La verdad es que en aquel grupo nunca faltaba para
tomar, aunque el alimento daba un poco igual. El Negro aprendió a
ser un tramposo, y engañaba a los que eran más tontos ,y les robaba
con las cartas; verlo era un gusto; gastar el parné en vino, algo
aún más gozoso.
Después estaba
Carlitos, que sabía artes marciales y golpeaba a quien le molestara.
Él era, en realidad, uno de los más listo de la panda, y sin duda
el más bondadoso: sólo golpeaba a los más tontos, pues él veía
grandeza en la sabiduría. ¡Qué tío! Criado en la calle, supo
identificarse, supo qué es el mundo, y actuó en consecuencia. El
muy mamón leyó, y aprendió, y se convirtió en un tío culto y
amigable. Además, él sabía robar, y cuando no había parné (y
esto era lo habitual) cogía una o dos botellas de algún lugar.
El último de la
pandilla, y no por esto debe quedar atrás, era el Varo, de casta y
nombre romano. Él lo que hacía era cantar de bar en bar, recogiendo
monedas y billetes de los guiris impertinentes. Éstos venían a
nuestra ciudad a beber y emborracharse, pues como eran muy finos para
hacerlo en su infesta casa venían aquí a desmedrarse. Nosotros,
como buenos cristianos, cuidábamos de nuestra tierra, y les
quitábamos cuanto estaba en su mano. Lo suyo no parece, a primera
vista, una delincuencia, sino un trabajo más o menos honrado; nada
más lejos de la realidad, pues él, maldito romano, sisaba las
propinas que los guiris dejaban con generosidad y prisa. ¡Cuánto
ganaba, el muy cabrón! Además, si todo iba mal, el Carlitos se
acercaba y al bar alguna botella le robaba.
Bien, esta es mi
panda, y con ella pasé un montón de años. Os hablaré sin finezas
de las desventuras y aventuras que viví con estas buenas, gratas,
elevadas, satisfactorias, ganadas y merecidas fraternidades.
Ciertamente, no habría podido encontrar mejores personas.
El día que salí
con ellos por primera vez yo no tenía nada. Acababan de echarme de
casa, y yo, aún empalmado y sin pensar alguno, me tropecé con el
Tronko. Él, al verme, se alegró mucho, y convidó. Una caña, dos
cañas, tres cañas… cuando ya mi pito empezaba a aflojar,
consideré contar la verdad a mi colega; él, en cuanto me supo en la
calle, ofreció casa, techo y cama. Yo, como lo conocía y quería,
acepte. Vivía solo, en un cuartucho sin cama; él dormía en el sofá
o en la calle, cuando no estaba en casa, así que me dejó una manta
y un abrigo y me dijo que durmiera en el frío suelo. A la mañana
siguiente, después de descansar bien, me levanté y desayuné. Mi
amigo seguía dormido, así que salí a esperar al bar.
En cuanto puse un
pie en la puerta, me topé con el Carlos. Yo no lo conocía, y el a
mí tampoco. Al salir del portal, lo vi mirarme con mala cara; a él
no le cuadraba verme salir de casa del Tronko, y a mí no me gustaba
la cara mala con la que me miraba. - ¡¿Qué?! - le espeté.
- ¿Cómo que
‘qué’? ¿Qué haces tu en casa del Tronko?
- Pues que lo
conozco y es mi amigo.
- Ah.
- ¿Qué pasa?
-Que yo también
soy su amigo. Me llamo Carlitos.
- Ah. Yo soy
Aníbal. Dormí con él ayer.
- ¿Cómo? ¿Sois
maricas? - Me dijo anonadado.
- No, no. Es que
estoy en la calle, y me ha dejado su techo, su suelo y una manta.
- Ah. ¿Y no lo
has despertado?
- No.
- Pues vamos.
- Vamos
La verdad es que, en
un principio, estaba dispuesto a pegarme con el Carlitos, pero al
final resultó un gran tipo. Despertamos al Tronko, que vomitó en
cuanto despertó, y una vez se le hubo asentado el estómago, fuimos
al bar, que decía el Carlos que iba a convidar. Anda que pagó, el
muy mamón. Entró en una taberna, pasó por dentro de la barra como
si fuera su casa, cogió un whisky caro, y salió paseando. Nadie lo
vio, o si lo vieron, nada dijeron; tal vez pensaran que el chaval era
de la familia dueña del bar, o tal vez simplemente les dio igual. El
caso es que entró, robo, y salió. Eran las once de la mañana.
Yo, que tenía aún
un par de monedas, pagué el pan, más que nada porque no me gustaba
beber con el estómago vacío (esta costumbre no duró,
evidentemente). Estaba algo duro el alimento, pero lo mojamos en
whisky para reblandecerlo, y quedo asqueroso pero nutritivo. A las
doce estábamos borrachos, a la una vomitó el Tronko, de hígado
endeble, y las dos vomité yo, por primera vez por culpa del alcohol.
En cualquier caso, tras dormir un poco en casa del Tronko, los tres
nos encontramos otra vez fuertes, y terminamos de bebernos aquella
botella. Salimos, a las siete, del cuartucho, y nos dirigimos, por
mediación del Carlitos, hacia el río. Allí, según el decía,
encontraríamos al Negro y al Varo, a quienes yo aún no conocía.
Tardamos poco en
llegar. Allí estaban los dos, el Varo y el negro, con unas seis
niñas de unos quince años. Una de ellas cargaba con un bebé.
- ¡Eh! Tronko,
Carlos, venid.- Dijo el Negro. Me lo habían advertido antes, pero
aun sabiéndolo me impresionó mucho el Negro. Era fuerte, pero
fuerte de verdad; el bíceps parecía ir a reventar en cualquier
momento. - Están aquí las putas de Alberico.
- Vamos.
- ¿Esas chicas
son putas?- Pregunté
- Bueno, no
exactamente. Sus madres son putas, y ellas lo serán, pero todavía
no tienen un chulo, ni suficientes clientes para ser putas. Algún
día lo serán.
- Ah.
- De todos modos,
son unas guarras. Yo me he tirado a dos de las que ahí hay. ¿Ves a
aquella que lleva un bebé? Ella es la madre, pero no tiene ni idea
de quién será el padre, ni de quién le hizo el bombo.- Me dijo el
Carlitos mientras llegábamos con el resto y las niñas.
Ahora llegaría un
momento clave de mi vida; aquí se forjó parte de personalidad,
entre hijas de puta y niños de la calle. Yo, lejos de lo que cabría
imaginar, no me sentí incómodo con aquellas personas, es más, me
lo pasé genial. Me senté junto al Varo, que parecía el más bueno,
y me presentaron a él y al Negro. Estaba bastante borracho, y allí
seguían convidando. Las niñas putas eran algunas guapas y otras
feas, pero todas se reían alto con mis chanzas y me tocaban.
Estuvimos todos en la ladera del Guadalquivir hasta que el sol se
hubo ido, y entonces, ya muy, muy borrachos, nos pusimos a corretear
tras las chavalas. Ellas reían y huían, porque aunque se lo pasaban
bien, sabían lo que había. Yo, insensato, me separé de los demás
muchachos y corrí tras dos mozas; éstas, rápidas y risueñas,
escapan de mí casi tan borrachas como yo estaba. No os podéis
imaginar lo que ocurrió: torcí una esquina y me choqué con una de
ellas, que no sabía por qué había parado. Desde el suelo, pude ver
como un hombre grande y bien vestido me miraba con ojos de asesino.
Yo, mareado por el choque y el whisky, no pensé. Meneé la cabeza
dos veces y me fui a levantar; la patada que recibí me partió tres
dientes y me hizo vomitar. No sé si aquel hijo de puta me pegaba con
un palo o con sus puños cerrados, pero me dejo un montón de huesos
rotos y unos pocos dientes en la mano. Por lo visto, las niñas
acababan de encontrar chulo, quisieran o no, y para demostrarlo se
apaleó al tonto que iba en su persecución.
Yo, como ya sabréis,
estaba muy acostumbrado a recibir palizas, pero por parte de mis
padres, no de cualquier perro callejero. Cuando me encontraron, mis
amigos me ayudaron, y mientras reposaba, entre los cinco pensamos una
nueva jugada. Por todos los dioses griegos, nórdicos y cristianos,
aquel chulo de mierda habría de pagarlo caro.
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