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Un Poco de Risa (Cap.1, parte 4)

He de avisar a todos, para empezar, que desde aquí el relato pierde la gracia.

Expulsado de la casa por mis impulsos naturales, fui a buscar mejor suerte en la dura calle. Yo, como es de imaginar, conocía a muchos golfos, y fue a ellos a quienes acudí en primer lugar. Pasé, por lo menos, varios años con ellos. Al principio, me parecieron gente un poco simple, y basta, y tonta, como yo, así que me sentí hasta mejor que en casa.

Mi mejor amigo, el Tronko, era bueno, grande, gordo y pesado; sus habilidades eran innumerables, y grotescos sus fallos. Si bien no tenía dinero, se las apañaba bien robando y delinquiendo; casi siempre tenía para comer, y nunca le faltaba para convidar. Era, sin duda, una gran amistad.

Por él conocí al Negro, muchacho fuerte de gimnasio, grande, jugador y, como todos, gran bebedor. La verdad es que en aquel grupo nunca faltaba para tomar, aunque el alimento daba un poco igual. El Negro aprendió a ser un tramposo, y engañaba a los que eran más tontos ,y les robaba con las cartas; verlo era un gusto; gastar el parné en vino, algo aún más gozoso.

Después estaba Carlitos, que sabía artes marciales y golpeaba a quien le molestara. Él era, en realidad, uno de los más listo de la panda, y sin duda el más bondadoso: sólo golpeaba a los más tontos, pues él veía grandeza en la sabiduría. ¡Qué tío! Criado en la calle, supo identificarse, supo qué es el mundo, y actuó en consecuencia. El muy mamón leyó, y aprendió, y se convirtió en un tío culto y amigable. Además, él sabía robar, y cuando no había parné (y esto era lo habitual) cogía una o dos botellas de algún lugar.

El último de la pandilla, y no por esto debe quedar atrás, era el Varo, de casta y nombre romano. Él lo que hacía era cantar de bar en bar, recogiendo monedas y billetes de los guiris impertinentes. Éstos venían a nuestra ciudad a beber y emborracharse, pues como eran muy finos para hacerlo en su infesta casa venían aquí a desmedrarse. Nosotros, como buenos cristianos, cuidábamos de nuestra tierra, y les quitábamos cuanto estaba en su mano. Lo suyo no parece, a primera vista, una delincuencia, sino un trabajo más o menos honrado; nada más lejos de la realidad, pues él, maldito romano, sisaba las propinas que los guiris dejaban con generosidad y prisa. ¡Cuánto ganaba, el muy cabrón! Además, si todo iba mal, el Carlitos se acercaba y al bar alguna botella le robaba.

Bien, esta es mi panda, y con ella pasé un montón de años. Os hablaré sin finezas de las desventuras y aventuras que viví con estas buenas, gratas, elevadas, satisfactorias, ganadas y merecidas fraternidades. Ciertamente, no habría podido encontrar mejores personas.

El día que salí con ellos por primera vez yo no tenía nada. Acababan de echarme de casa, y yo, aún empalmado y sin pensar alguno, me tropecé con el Tronko. Él, al verme, se alegró mucho, y convidó. Una caña, dos cañas, tres cañas… cuando ya mi pito empezaba a aflojar, consideré contar la verdad a mi colega; él, en cuanto me supo en la calle, ofreció casa, techo y cama. Yo, como lo conocía y quería, acepte. Vivía solo, en un cuartucho sin cama; él dormía en el sofá o en la calle, cuando no estaba en casa, así que me dejó una manta y un abrigo y me dijo que durmiera en el frío suelo. A la mañana siguiente, después de descansar bien, me levanté y desayuné. Mi amigo seguía dormido, así que salí a esperar al bar.

En cuanto puse un pie en la puerta, me topé con el Carlos. Yo no lo conocía, y el a mí tampoco. Al salir del portal, lo vi mirarme con mala cara; a él no le cuadraba verme salir de casa del Tronko, y a mí no me gustaba la cara mala con la que me miraba. - ¡¿Qué?! - le espeté.
- ¿Cómo que ‘qué’? ¿Qué haces tu en casa del Tronko?
- Pues que lo conozco y es mi amigo.
- Ah.
- ¿Qué pasa?
-Que yo también soy su amigo. Me llamo Carlitos.
- Ah. Yo soy Aníbal. Dormí con él ayer.
- ¿Cómo? ¿Sois maricas? - Me dijo anonadado.
- No, no. Es que estoy en la calle, y me ha dejado su techo, su suelo y una manta.
- Ah. ¿Y no lo has despertado?
- No.
- Pues vamos.
- Vamos

La verdad es que, en un principio, estaba dispuesto a pegarme con el Carlitos, pero al final resultó un gran tipo. Despertamos al Tronko, que vomitó en cuanto despertó, y una vez se le hubo asentado el estómago, fuimos al bar, que decía el Carlos que iba a convidar. Anda que pagó, el muy mamón. Entró en una taberna, pasó por dentro de la barra como si fuera su casa, cogió un whisky caro, y salió paseando. Nadie lo vio, o si lo vieron, nada dijeron; tal vez pensaran que el chaval era de la familia dueña del bar, o tal vez simplemente les dio igual. El caso es que entró, robo, y salió. Eran las once de la mañana.

Yo, que tenía aún un par de monedas, pagué el pan, más que nada porque no me gustaba beber con el estómago vacío (esta costumbre no duró, evidentemente). Estaba algo duro el alimento, pero lo mojamos en whisky para reblandecerlo, y quedo asqueroso pero nutritivo. A las doce estábamos borrachos, a la una vomitó el Tronko, de hígado endeble, y las dos vomité yo, por primera vez por culpa del alcohol. En cualquier caso, tras dormir un poco en casa del Tronko, los tres nos encontramos otra vez fuertes, y terminamos de bebernos aquella botella. Salimos, a las siete, del cuartucho, y nos dirigimos, por mediación del Carlitos, hacia el río. Allí, según el decía, encontraríamos al Negro y al Varo, a quienes yo aún no conocía.

Tardamos poco en llegar. Allí estaban los dos, el Varo y el negro, con unas seis niñas de unos quince años. Una de ellas cargaba con un bebé.
- ¡Eh! Tronko, Carlos, venid.- Dijo el Negro. Me lo habían advertido antes, pero aun sabiéndolo me impresionó mucho el Negro. Era fuerte, pero fuerte de verdad; el bíceps parecía ir a reventar en cualquier momento. - Están aquí las putas de Alberico.
- Vamos.
- ¿Esas chicas son putas?- Pregunté
- Bueno, no exactamente. Sus madres son putas, y ellas lo serán, pero todavía no tienen un chulo, ni suficientes clientes para ser putas. Algún día lo serán.
- Ah.
- De todos modos, son unas guarras. Yo me he tirado a dos de las que ahí hay. ¿Ves a aquella que lleva un bebé? Ella es la madre, pero no tiene ni idea de quién será el padre, ni de quién le hizo el bombo.- Me dijo el Carlitos mientras llegábamos con el resto y las niñas.

Ahora llegaría un momento clave de mi vida; aquí se forjó parte de personalidad, entre hijas de puta y niños de la calle. Yo, lejos de lo que cabría imaginar, no me sentí incómodo con aquellas personas, es más, me lo pasé genial. Me senté junto al Varo, que parecía el más bueno, y me presentaron a él y al Negro. Estaba bastante borracho, y allí seguían convidando. Las niñas putas eran algunas guapas y otras feas, pero todas se reían alto con mis chanzas y me tocaban. Estuvimos todos en la ladera del Guadalquivir hasta que el sol se hubo ido, y entonces, ya muy, muy borrachos, nos pusimos a corretear tras las chavalas. Ellas reían y huían, porque aunque se lo pasaban bien, sabían lo que había. Yo, insensato, me separé de los demás muchachos y corrí tras dos mozas; éstas, rápidas y risueñas, escapan de mí casi tan borrachas como yo estaba. No os podéis imaginar lo que ocurrió: torcí una esquina y me choqué con una de ellas, que no sabía por qué había parado. Desde el suelo, pude ver como un hombre grande y bien vestido me miraba con ojos de asesino. Yo, mareado por el choque y el whisky, no pensé. Meneé la cabeza dos veces y me fui a levantar; la patada que recibí me partió tres dientes y me hizo vomitar. No sé si aquel hijo de puta me pegaba con un palo o con sus puños cerrados, pero me dejo un montón de huesos rotos y unos pocos dientes en la mano. Por lo visto, las niñas acababan de encontrar chulo, quisieran o no, y para demostrarlo se apaleó al tonto que iba en su persecución.
Yo, como ya sabréis, estaba muy acostumbrado a recibir palizas, pero por parte de mis padres, no de cualquier perro callejero. Cuando me encontraron, mis amigos me ayudaron, y mientras reposaba, entre los cinco pensamos una nueva jugada. Por todos los dioses griegos, nórdicos y cristianos, aquel chulo de mierda habría de pagarlo caro.

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