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Un soldado de Cannae.

Ocho legiones enteras había mandado Roma. Los muy insensatos, asustados ya por la cercanía de Aníbal, habían juntado tantas legiones como nunca antes habían unido; dos cónsules, Varrón y Emilio-Paulo, se alternaban diariamente al mando del inmenso ejercito. Estúpidos.

Los muy insensatos estaban allí, frente a nosotros; unos ochenta mil hombres. Lo miramos, acongojados al principio, desde la lejanía, contemplando como inexorablemente se acercaban a nosotros. Sólo una cosa nos mantenía allí, mirando a la muerte acorazada con el corazón prieto y el pulso acelerado: nuestro general. Aníbal, el mayor general del mundo, nos lideraba; Aníbal, que cruzó los Alpes contra todo pronóstico y que mantenía atemorizada a Roma; Aníbal, el mayor héroe de Cartago, y del mundo. Sólo tendríamos que matar a dos enemigos cada uno, y ganaríamos la batalla.

El beneficiado por la gracia de Baal miraba incrédulo las tropas enemigas y daba ordenes sin pausa; las unidades mercenarias iberas y galas fuimos al centro; los veteranos cartagineses, con sus lanzas, espadas y armas romanas, en sendos flancos nuestros, y la caballería aún más a las alas. Nunca habíamos visto ninguno una formación semejante, pero nuestra confianza en nuestro comandante era ciega.

La escoria Romana marchaba hacia nuestra posición formando un frente tan largo como el nuestro, pero ellos eran una columna infinita, y nosotros unas pocas líneas de soldados. Ni siquiera podían distinguirse las unidades de nuestro numeroso enemigo; todos parecían iguales, cadáveres envueltos en fulgentes armaduras. Por dios, ¡nosotros casi estábamos separados unos de otros, mientras ellos apenas tenían espacio para moverse! Eran tantos…

Cuando Roma se acercó suficiente, comprendí que había apostado todo al centro, y que pensaban ganar allí la batalla. Sabeís que soy nórdico, y me puse en primera fila; ningún hombre me negaría la gloría del Valhara. A mi derecha, un galo pintorreado de azul tragó saliva, y entonces, un poco detrás suya, vi a Aníbal. No recuerdo sus palabras exactas, pero dijo que iba a quedarse allí, con nosotros, en el centro de la batalla. El ensordecedor grito de guerra que se produjo lo oyeron con pavor en Roma. Ya no importaba nada, sólo matar, matar en nombre de Aníbal, el mayor general del mundo.

La caballería de nuestro flanco izquierda, valientes aficionados iberos y galos, cargó mientras esperábamos contra la de su flanco derecho, y parecía que teníamos muchos más jinetes; por el otro flanco, Marhabal llevaba la caballería numida, que lanzaban lanzas y esquivaban las cargas enemigas con gran agilidad. Mientras tanto, la gran masa de legionarios avanzaba hacia nosotros.

¡Ah! Su carga fue terrible, por Thor. Recuerdo perfectamente como mi hacha entró en el cuello de un romano, allí donde su armadura es débil; en un segundo, otro romano chocó conmigo y casi me tira al suelo, y entonces empecé a asestar golpes de hacha sin apenas ver, completamente cegado y sediento de sangre. Aníbal, el gran Anibal, estaba allí.

Me di cuenta, casi por casualidad, de que las falanges cartaginesas de veteranos lanceros avanzaban lenta y uniformemente: los lanceros más cercanos a mí iban despacio; los posicionados al otro ala del flanco, mucho más deprisa. Yo, por mi parte, seguí asestando hachazos. Fue en esta fase de la batalla cuando una jabalina atravesó mi muñeca izquierda, y esa misma herida sería la que se infectaría y me haría perder la mano, pero eso es irrelevante.

No puedo ahora narrar con palabras los sentimientos que me asaltaron… el grito, no, el rugido que sentí penetrar en mí desde mi espalda era incontenible; su mensaje, claro. ¡Matadlos, Matadlos a todos! ¡AAGH! Y el mismísimo Aníbal, el azote de Roma, mi guía en los Alpes, mi líder, avanzó y se puso a mi lado.

Maté muchos romanos antes de percatarme de que las falanges se cerraban alrededor de la masa enemiga como unas tenazas. Los legionarios gritaban, pero no un rugido de ira y poder, sino con miedo. Estaba rodeados, nuestra caballería había barrido a la suya en ambos flancos, y no les quedaba salvo morir. No penséis, amigos, que aceptaron con diligencia su muerte y se enfrentaron con brío a nosotros, no; no sé que hubiera pasado si hubieran hecho eso. Optaron, sin embargo, por correr. Sí, sí, rodeados casi por completo, sin caballería para cubrir la retirada, y siendo aún más que nosotros, optaron por huir. ¡Ah! ¿Cómo puede ese pueblo hacerse el más poderoso? Imaginaos: yo ya no sentía ninguno de los dos brazos, y estaba completamente envuelto en sangre y sesos; los hachazos los asestaba no sé cómo con gran fuerza, y la caliente, oscura y viva sangre brotaba por todas partes. No había ya defensa, sólo cadáveres envueltos en negras armaduras.

Perdí un ojo, un brazo, y parte de una mano en esa batalla. Aún así, seguí a Aníbal mucho más tiempo. Caí con él en Zama, y huí con él de Cartago. Navegué hasta los reinos de Antiloco, y allí también luche con el gran general. Viví con él, cuando apenas quedaban ya unos últimos veteranos que le fuéramos fieles, e incluso estuve con él cuando se enteró de la muerte de Marhabal, y de su mujer, y de todos. Siempre estuve con él, y siempre le obedecí. Bueno, no; no siempre le obedecí. Al final de todo, cuando estaba todo perdido, nos ordenó marchar. Todos se fueron, menos yo. Me llamó por mi nombre, y volvió, imperioso, a decirme que me fuera. Desobedecí. Maté diez romanos en las escaleras antes de que llegaran a mi general; le compré, así, tiempo para tomar un veneno. O eso creo. Y ahora… Ahora bebo con él en el gran salón.

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