Yo aún no sé de dónde salgo. Mi tía, la muy guarra, me dice que soy de una gitana, aunque es verdad
que con mi madre se lleva fatal. Mi Padre, por su parte, dice que él
gitano no es, pero que, a su vez, a mi madre vio parirme, así que el
muy payaso no sabe de dónde salgo, mas sí que de mi madre salí.
El caso es que yo soy muy moreno, y mi madre, tan blanca, no me
cuenta nada.
Así nací. Y sin saber ahora ni de
dónde ni adónde ir, sólo me queda plasmar aquí mis estupideces.
Sonarán muy mal, así que por favor, oídos cautos: no quiero aquí
a ningún mojigato.
Mis andanzas empezaron cuando mis
penares: el día que conocí a mi tía. Ella, lo decía mucho mi
madre y yo lo repito, aunque no tanto, era una guarra. No una guarra
de esas que dice la RAE, sino una de las antiguas, como Livia, tan
mala como romana. Pero eso, que me desvío; digo que mi tía, la
guarra, no dejaba de tocarme las pelotas. ¿Qué cómo lo hacía?
Pues muy mal; no venía para nada de un lupanar.
Ahora bien; mi madre, que la
conocía, le decía que era tonta y seguida, y que un día, tarde o
temprano, se encontraría con la palma de su mano. Mi padre la
apoyaba, y añadía también que encima de tocar todos los días los
huevos, parecía nueva en el empleo. Desde luego, guarra y tonta, no
sé dónde habrá ido mi tía, que no valía ni para hacer perrerías.
No hablaré más, sin embargo, de
las putadas familiares de la vida; me centraré en mis tropiezos y
mis desdichas.
Un día, andando por la acera de la
ciudad, un coche vino y, cerca de mí, piso un charco que a casa
habría de hacerme volver. ¡Cómo me dejó ese cabrón! Yo iba, cual
mozo normal, muy contento a dar clases en la escuela. ¡Qué mal, qué
mal! Ahora a mi profesora no podría ir a visitar. Así, astuto y
mojado, volví sobre mis pasos.
Al llegar a casa me encontré solo,
pues todos habían marchado a trabajar. Eso era genial. Corrí al
cuarto de Mamá, busque su caja mágica y no paré durante una hora,
hasta que di con el material. Saqué un cigarrito del bolsito, una
bolsita de yerbita, y un enorme papel. Rulé, rulé y rulé, y al
acabar, no hice sino fumar. Al principio tosí, y luego me coloqué.
Lo que no sabría explicar, es por qué al final otro porro me hube
de fumar.
Entraron sigilosos y alarmados de
antemano, pues el olor era muy grato y elevado. Además, podía
oírseme toser, así que no les fue difícil dar con el chorizo.
Obviamente, tras encontrarme, solo pararon de darme golpes por un
motivo: Gritarme al oído. Habían descubierto mi travesura, y yo no
hice sino pedir auxilio. ¿Por qué? No lo sé, porque ciertamente,
esos golpes me vinieron de muerte. ¡Tuve que aprender a fumar sin
toser!
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