Llevaban ya dos horas en el coche, y
aún faltaban, al menos, otras cuatro. El viaje no parecía ir a
acabar nunca, y Luis, o Liko, como le gustaba que le llamasen, no
podía aguantarlo más. El pequeño Seat en el que iban los cinco
amigos tenía el aíre estropeado, y el insoportable sol de España
golpeaba incesantemente a los viajeros.
Liko iba al volante, y al ser el
único con carnet, tendría que conducir él todo el camino; de
copiloto iba Jesús, que se había quedado dormido hacía ya tiempo.
En la parte de atrás iban Pepe, Carlos y David. Estos eran cinco
amigos inseparables y que se querían mutuamente como sólo hacen los
amigos de verdad, pero por algún motivo desconocido hasta para el
mismo Liko, éste estaba ya harto de Pepe, que no parecía ir a
callarse nunca y que no se estaba quieto. El enfado no surgió con el
viaje, sino que ya durante la última semana de las vacaciones Luis
empezó a molestarse con Pepe sin motivo aparente, y casi le
molestaba todo lo que decía o hacía. Por su parte, el nervioso y
hablador del grupo ni siquiera parecía darse cuenta del enfado de su
amigo, pues en realidad él no le había hecho nada malo.
Sería injusto, no, cruel, acusar a
Liko de provocar a propósito el accidente; él estaba iracundo y
furioso, pero evidentemente no quiso que ocurriera lo que ocurrió.
Cuando se dio cuenta, el coche yacía de lado en el suelo; el choque
fue brutal: el vehículo golpeó frontalmente a casi ciento cincuenta
km/h un enorme árbol cercano a la autovía; las ramas del robusto
árbol atravesaron la luna del coche y no cortaron el cuello de Liko
por centímetros; a su derecha, Jesús reposaba en el asiento con una
herida en la cabeza pero respirando y sin ninguna herida grave; en la
parte de atrás, Carlos se sujetaba al cinturón de seguridad
despierto e indemne, Luis dormía en un estado parecido al de Jesús
y Pepe tenía un trozo de rama atravesándole la garganta; un charco
de sangre lo envolvía.
Cuando vio a su difunto amigo, Liko
no pensó en el accidente, ni en sus heridas, ni siquiera en que
nunca volvería a ver a Pepe; solo pensó en la ira que sintió hacia
su amigo los últimas días de su vida, en la rabia que éste le
produjo y en lo terriblemente arrepentido que se sentía. Nunca, en
sus largos años de vida, consiguió Luis entender por qué albergó
tanto odio a su antiguo amigo, y esto nunca dejó de atormentarlo,
por eso cada noche y cada mañana llora a su difunto amigo.
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