El hombre había recorrido un largo y
recto camino durante toda su vida. Nació y echó a andar por el camino que se le
decía, como todos, pero pronto se convirtió en su propio guía, importándole
menos y menos lo que decían los demás. Hasta donde le llegaba la memoria, no
había conocido otra cosa que el llano y continuo camino que él mismo había
moldeado. Allí vivía bien, y como él mismo había forjado la senda, podía parar
cuando lo deseaba para observar las cosas que le interesaban o marcar su propio
ritmo al caminar. No se veía el fin del sendero que seguía; pero tampoco la
adversidad, así que el hombre lo seguía con entusiasmo.
Un día, el hombre se hizo padre, así que
hubo de proseguir el viaje con su retoño. La ruta se hizo entonces más difícil.
Quedó atrás la llana y apacible llanura que había seguido, y una enorme montaña
se elevó ante ellos.
Comenzaron el ascenso con tranquilidad.
El padre llevaba al niño en brazos, y le hablaba para que el niño aprendiera.
Pronto le contestó el niño al padre, y presto le pidió que le dejara andar.
Entonces, ambos siguieron el camino hacia arriba. Al poco, el padre le hablo de
las letras y los números, y lo entrenó para que los usara. El niño no tenía
mucho interés (como es normal en los niños), pero el padre consiguió que se
interesara por los números, y a día de hoy, el niño aun lo agradece: El niño
lamenta no haber tenido interés en aprender, y recuerda como su padre lo
corregía, haciéndole preguntarse e inquietándose por cosas.
Aunque el camino era difícil y costaba
avanzar, el niño no mostraba fascinación ni siquiera por las cosas que le pudieran
facilitar el paso, pero su padre se esforzó, y consiguió que el ya no tan niño cogiera
un potrillo. Esto lo hizo lejos de casa y a pesar de los llantos del niño, que
se enfado con su padre por obligarlo a aprender. A día de hoy, sabe que no hay
mejor trasporte que el potrillo, y no imagina su vida sin él.
Ahora en potro, el trayecto era más
asequible, y ambos, padre e hijo, subían por la montaña sin tanto esfuerzo.
Poco después de agradecer el joven las enseñanzas de su padre, entendiendo que
era necesario saber ir en potro, el padre le dijo que debía ir, solo, a
aprender otra lengua. El niño lloró y lloró, pero aunque le costó, finalmente
el padre consiguió que el joven lo hiciera, aunque a su pesar y entre sollozos
y quejas. Todavía no sabe el chaval cómo agradecer lo que el padre hizo.
Políglotas y jinetes, la travesía se hizo
realmente fácil, y el joven pensó que con eso lo que sabía era suficiente (como
siempre había pensado), y no escuchaba a su padre, que le suplicaba por activa
y por pasiva que se esforzara, además de en los números, en las letras. El niño
era muy listo, y conseguía aprender lo justo de las letras para que su padre le
dejara tranquilo, ya que el hijo creía que los números eran mejores, más
difíciles, más interesantes.
Años y años, y el joven era cada vez
menos joven... y algo le hizo cambiar. Veía con su padre la televisión allí
donde paraban, y aunque el padre prefería noticias y el niño tonterías, ambos
lo pasaban bien viendo estas memeces. Así pues, fue una de estas tonterías lo
que cambió la mente del niño. El padre había visto esta nueva tontería, y le
dijo al niño que la viera con él. El joven accedió, y la vieron juntos. Esta tontería
fascinó al joven, que la vio varias veces, más incluso que su padre, que era el
''descubridor''. La obsesión que tenía el joven era grande, pero ver la misma tontería
una y otra vez le estaba cansando, pues ya sabía todo lo que podía saber de la
televisión. Entonces el padre le dijo algo al niño. Tal vez fue un susurro, y tal
vez tardó en enterarse el niño, pero escuchó algo que había estado oyendo toda
la vida sin escuchar: ''Léete el libro, la tontería está basada en un libro''.
Esa frase hizo pensar al niño. ''Lo
leeré'', se dijo al fin. Y lo leyó. Con los pocos idiomas que controla el
chaval, no puede siquiera acercarse a las palabras adecuadas para agradecer a
su padre lo que hizo. Tal vez cuando controle idiomas clásicos y muertos pueda
intentarlo, puesto que aunque fracase en el intento, (pues parece imposible
expresar dicho agradecimiento) poca gente verá el error.
Leyendo, el viaje comenzó a ser
simplemente satisfactorio. El joven había encontrado la lectura, y la estaba
empezando a amar. Entonces surgió (otra vez junto a su padre) otro gran
acontecimiento: Mientras ambos buscaban qué leer, el joven vio algo que le
interesó. Este ''algo'' era un libro grande y gordo, más aun que la tontería vista
por televisión. Poco tardó en leerse el largo manuscrito, y menos tardó aun en
hacerse con el siguiente tomo. En estas páginas, el ya no tan joven encontró algo;
no supo qué, pero ese algo lo obsesionó. Lo obsesionó hasta releer (como nunca
antes había hecho) los dos tomos del libro. Tras esta lectura, volvió a releérselos.
El chaval encontraba secretos en cada página, así que no tenía motivo para
dejar de leer lo mismo, que parecía diferente a cada lectura. Entonces el casi
hombre comenzó a pensarse a sí mismo, y a buscar su propio camino, como antaño
hizo su padre. Con su ayuda, intentó labrar una senda, pero falló
estrepitosamente, pues no le gustaban los caminos creados.
Luego, volvieron a intentarlo, y con
esfuerzo construyeron los pilares de este segundo camino. Pero, de nuevo, algo
que había oído mucho sin escuchar entró en su cabezota: ''Si tanto te gusta
leer, dedícate a eso y deja los números’’. Los números le gustaban mucho, ‘‘¿por
qué dejarlos?'' Entonces, entre dudas existenciales, volvió a leerse el libro,
sabiendo que no quería acabar el segundo camino, pues tampoco le gustaba mucho.
Acabando por cuarta vez el segundo tomo, y en ese mismo momento, releyendo, el
chaval vio algo. Lo que él quería era seguir ese libro: No seguir leyéndolo, ni
hacer lo que el libro dijera, sino que quería seguir escribiéndolo y que no
acabara donde acababa. Justo cuando alzó la cabeza del libro, sabedor del
camino que quería hacer, vio que estaban en la cima de la montaña. El padre lo
miraba, y el chaval, llorando, dijo. ‘‘Se lo que quiero''.
Ambos, padre e hijo, miraron al
horizonte. El camino se erguía plano, y la primavera colmaba todos los rincones
que alcanzaba la vista. A lo lejos, podía verse como el camino se partía en
dos, y ambos, padre e hijo, supieron que se separarían en poco tiempo.
El casi hombre quiere aprovechar este día
del padre, para decirle al suyo que no puede imaginar mejor compañía, ni para
lo que queda de trayecto, ni para la montaña pasada. Quiere aprovechar para
decirle que nadie podría haberle dado más ni hacerlo mejor. Y también quiere
aprovechar... para pedir perdón. Pedirlo por muchas cosas, pero sobre todo, por
intentar obligar al padre a leer su libro.
Por
todo, feliz día del padre.
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