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El hombre que era.

Permítanme señores que, al menos por el momento, no descubra al público mi verdadero nombre. Refiéranse a mi persona, de serles necesario llamarme de alguna forma, con el alias de E.P., que nada tiene que ver conmigo.
Tiempo ha que dejé atrás a mi mujer, a mi hijo y a lo que yo, desde mi subconsciente, consideraba mí mismo. No ha habido día desde entonces que no haya llorado con amargura la fatídica tarde cuando les di la espalda, mas no tengo tampoco motivos para maldecirme, pues no fue mi intención, sino una inimaginable vivencia cargada de grandes martirios lo que me impuso abandonarlos...y sin embargo, tampoco me arrepiento; no podría arrepentirme, pues ahora lo sé todo sobre mí, y esto me permite ser.
Aquella mañana se presentó como cualquier otra mañana de septiembre en Sevilla: seca, calurosa y demasiado soleada. Apenas salía a la calle por estas fechas buscaba instintivamente una sombra por la que andar, pues el abrasante clima me era insoportable. Cualquiera que haya pasado por el sur de España, alejándose por supuesto de las frías y altas montañas que cubren Andalucía, conoce el sofocante calor de la zona.
Tras levantarme y desayunar llevé a mi hijo al colegio (era su primer día de primaria) y me dirigí presto a la fábrica donde trabajaba. Aunque la jornada laboral fue de lo más común, desde el primer momento en el que pisé el edificio me sentí fuera de mí, como si no fuera yo quien entraba a trabajar, sino que era otra persona totalmente desconocida quien iba caminando por los pasillos saludando a 'sus' 'compañeros'.
Aun a día de hoy soy incapaz de explicar con nitidez las ideas que sentí penetrar en mi interior. Mientras hacía sin apenas pensar el rutinario trabajo de cada día, me daba cuenta de que me distanciaba más y más de mí mismo, hasta el punto de no tener ni remota idea de quién era aquel personaje que ordenaba sentado desde su despacho los quehaceres de cada quien, pero ya tenía la convicción más absoluta de que, desde luego, no era yo.
La larga y extenuante jornada me obliteró, y a medida que pasaba el día la idea de no ser yo crecía parsimoniosa pero inexorablemente, y conforme esta idea, esta realidad, se iba haciendo grande en mi mente, mi alma sufría de forma enloquecedora e insoportable. Mientras al principio me sentía incómodo y tal vez malhumorado sin tener motivo alguno, a medida que el día fue transcurriendo y la alienación crecía, mi mente y mi cuerpo fueron cediendo a los más terribles sufrimientos, no sólo morales, sino también físicos, hasta el punto que casi me sentía como un heroinómano que padece síndrome de abstinencia, pues hube de devolver en varias ocasiones y escupía sangre cada vez que me quedaba solo.
Cuando llegó la hora del cierre y Febo se hubo escondido, no se me pasó siquiera por la cabeza ir a un médico, pues tras largas horas de meditación y sufrimiento sabía que nadie, nadie salvo yo, podría ayudarme en la busca de mi ser.
Perdido en el mundo, vagué por las sinuosas calles del centro de Sevilla sin rumbo fijo y con el simple objetivo de no estar quieto, de no dejar a mi mente seguir hurgando dentro de ella buscando dolores insanables que me atormentaran. De hecho, nada me asustaba más que seguir pensando. ¿Si no era yo, quién era? Tan atroces eran los sentimientos de culpa que me asaltaban al intentar comprenderme, que mi mente se alejó de aquellos pensamientos de la única forma admisible: dejando de pensar.
No obstante, recuerdo aquella noche como no recuerdo ninguna otra, aun tras el paso de las décadas. Recuerdo cada detalle de aquel cielo sin luna, de mi casa frente a mí, del sudor que recorría mi cuerpo mientras observaba impávido la silueta de una mujer tras las finas cortinas de mi habitación. El único sonido de la calle lo sostenían los grillos y el sistema de ventilación del aire acondicionado, ambos lentos, suaves e inapelables. Allí de pie, pensando en nada sin mover siquiera la mirada, no pude seguir negando el drama que me perseguía y acosaba hasta casi no dejarme respirar: no podía entrar ahí. Llorando amargamente me dirigí al aeropuerto y salí de España.
Durante mucho tiempo sólo pensé en mi hijo. En sus rasgos, en su risa, en su mirada, en sus llantos... recordaba con dolor cómo lo sostenía entre mis brazos mientras una sensación de maravillosa plenitud asaltaba mi cuerpo, cómo trataba de darle de comer mientras él se empeñaba en impedírmelo... pero es extraño... aun tras largos años lejos de mi país y de mi familia, y aun no pudiendo enorgullecerme de lo aquí descrito, me es imposible arrepentirme de nada salvo de los días que pasé sin ser yo. No pido al lector que me entienda, pues le resultará imposible, y tampoco le pido que me perdone... ni siquiera que me crea; sólo constato los hechos lo más fielmente a la realidad que me es posible, y sólo lo hago por si algún alma desventurada me sigue y decide buscarse.

Comentarios

  1. Sabiendo de la poca relevancia que tiene la opinión del autor, diré que este es, sin duda, mi relato favorito. (De los escritos por mí, obviamente) xD

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