Safo no se sentía bien en aquel atardecer. Llevaba sin escribir más de tres días, y un pesar que no era capaz de definir la afligía. Se había escondido entre la maleza para observar a su amada con su propio amado, y un gélido frío ardía en ella. No hacía, sin embargo, ningún frío; tampoco calor. De hecho, no sólo el clima parecía perfecto: también el sonido de los pájaros, y el sol muriendo lentamente, y las espléndidas ropas de su joven amada y el joven de ella. Todo parecía perfecto y bello, pero ella no era parte de la escena.
Y entonces se dio cuenta de que, como si en su boda estuvieran o como si fuesen dioses, ambos eran felices, y esa no es una palabra que esté hecha para el hombre. Y por eso le pareció igual a un dios aquel que frente a ella se sentaba. Y se dio cuenta de que ella era más bella que cualquier guerra. Y se vio esta vez en la escena, pero sólo como el ente que sufre. Y se dio cuenta de que ya podía volver a escribir, pero abatida y con pesar. Y desde entonces sufrió en silencio durante toda la eternidad, y aún hoy sufre cuando alguien la lee en voz alta y la entiende.
Safo compuso sus poemas durante toda la noche, y se supo a sí misma una artista; supo que el mundo sabría recordarla por siempre, pues había creado algo de una belleza suprema que el hombre no podría jamás obviar.
Y el mundo quizá hoy la está olvidando. Y el mundo necesita de ella, de su poesía, y necesita darse cuenta de que lo más bello es aquello que uno ama.
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